Lo malo de la historia es que pretendemos extraer de
ella una enseñanza definitiva. De la misma forma que en nuestra propia vida
padecemos la existencia de mecanismos de defensa que, si bien ya han quedado
obsoletos, siguen disparándose frente a situaciones cada vez menos parecidas, limitando
la idoneidad de nuestra capacidad de respuesta, el reconocimiento de la
historia como guía de comportamiento nos hace actuar de maneras extrañas a
nuestra naturaleza y al tiempo que vivimos, prolongando desproporcionadamente en
el tiempo planteamientos que ya no llevan a ninguna parte.
Todos buscamos referentes. Los míos, por mis propias
idiosincrasias, fueron los abiertamente malditos, los reyes del egoísmo, podría
decir. Eso aparte de gente como, por ejemplo, Picasso, que si bien no maldito
en la acepción natural del término, sí fue uno de los patriarcas del egoísmo en
su vida.
Tomando como ejemplo a Picasso, a su planteamiento de
vida y al volumen de sus logros artísticos (que no analizaré aquí), descubro
que he tirado demasiado a menudo, frente al envite de ese algo que me advertía
que no había manera de llevar a cabo un logro artístico, tal como lo concibo, sin
liberarme de mi egoísmo, del referente de su comportamiento para justificar el
mío propio. Eso es tanto como decir que he traído al momento actual de la
historia, y de mi propia vida, un patrón obsoleto, puesto que mi vida en sí ya
no da lugar al egoísmo, siempre y cuando pretenda llevar a cabo un logro, y,
además, se desarrolla en una época en la que el nivel de conciencia es
superior, y por tanto su exigencia también.
Por eso la historia nos ofrece más un referente de lo
que no que un referente de lo que si ha de hacerse (ya decía Rimbaud “hay que ser
absolutamente moderno”).
Un patrón de comportamiento que veo en mí como artista
y que sospecho compartir con otros artistas es el que se podría resumir en la
frase “yo no tengo por qué hacer esto”, siempre relacionado con el dar.
Lo primero que se nos enseña es que hay una parcela
propia que hemos de defender a capa y espada de lo que consideramos agresiones
externas, para así salvaguardar un espacio en el que consideramos que nace esa
pequeña y frágil flor de nuestra inspiración.
El resultado de este planteamiento, indefectiblemente,
aboca a la sequía, en forma normalmente de dar vueltas alrededor de un mismo
tema, extenuándolo y convirtiéndolo en “nuestro estilo”.
Una época en la que se trata infructuosamente de
generar solidaridad es una época embebida en planteamientos sin elevación. La
solidaridad es un reflejo natural que nace como consecuencia de un
planteamiento interno elevado. Ya podemos pretender comportarnos solidariamente
sin sanear nuestra casa todo lo que queramos, que al final la solidaridad será
más un molesto tema de conciencia –mala- que un impulso natural.
El arte, el gran arte, nace de abrir la mano, de
mezclarse con la humanidad, de sentir en profundidad la empatía y adquirir
conciencia de que nuestro único privilegio, prestado, es el de la facilidad de
vislumbrar y trasladar lo que vislumbramos, ampliando el espectro de los que
nos rodean.
Cuanto menos tratemos de acumular conocimientos,
certidumbres, estilos… en suma, acumular a secas (término que únicamente puede remitirse
a aquello que desaparecerá cuando desaparezcamos), menos obstáculos opondremos
al libre fluir de información a través de nuestras mentes y nuestras manos, que
es para lo que estamos.
Siempre recuerdo, o me gusta visualizar, el momento en
el que Beethoven, el titánico genio atemporal, decide suicidarse, habiendo
perdido completamente el oído, pero se detiene ante el sentimiento de que hay
una humanidad que necesita oír lo que el oye internamente. Ahí nace el gran
arte. Ahí nació su 9ª Sinfonía. Una música en la que toda la humanidad ha
depositado el ideal de lo que será un futuro de hermandad y conocimiento.
Jordi Díez, escultor diletante.