Quizás el debate verdadero al que ya habría de dar respuesta
definitiva es sobre si el arte es, o no, necesario.
Incluso olvidando el hecho de que el arte ha acompañado y
acompañará a la humanidad siempre, es posible establecer lo necesario del arte
únicamente basándonos en su razón última, esto es, que el arte no se refiere a
una disciplina concreta, sino que es una manera de llevar a cabo cualquier
disciplina. Es una actitud ante la vida.
Esta actitud, que irradia a todas las facetas del ser
humano, nace donde nace lo que nos distingue de los demás seres de la Tierra.
Poseemos, por tanto, una ventaja, pero también una responsabilidad.
Esa responsabilidad se puede resumir en dos ideas
fundamentales. La primera es que el arte nunca es para un solo individuo, sino
para todos, y la segunda es que ha de evolucionar en consonancia real con la
evolución de la humanidad. Ha de ser, como dijo Rimbaud, “absolutamente
moderno”.
Esa modernidad absoluta no se refiere únicamente a preceptos
estéticos, ni a la búsqueda de nuevos canales expresivos, como cabría pensar si
nos referimos únicamente a la parte del arte que denominamos artes, sino, y remitiéndonos a su real
calidad de actitud ante la vida, ha de referirse a la obligación de actualizar
plenamente su proceso y su función en una sociedad en continua evolución. Esto
es lo mismo que decir que el arte, apoyándose en el pasado, ha de proponer una
renovación tanto a nivel de superficie como a las condiciones profundas que ha
de reunir el ser humano para generarlo.
A día de hoy, podemos decir sin dudar que somos más de lo
que nunca hemos sido. Pese a algunas apariencias, que únicamente se deben a una
“vista de pájaro” demasiado baja, el ser humano de hoy es la culminación y
máxima evolución de todos los seres humanos que lo han precedido. Es su resumen,
y la destilación de sus mejores cualidades. Por tanto, y quedando claro que su
poder es mayor de lo que ha sido nunca, también lo es su responsabilidad.
Creo firmemente que el artista de hoy, haciéndose eco de
esta realidad, ha de ser mejor ser humano de lo que han sido sus predecesores.
Ha de ser más íntegro, ha de poseer mayor empatía y mayor profundidad de
mirada. En suma, ha de trabajar consecuentemente por mejorar unas parcelas de
su persona en las que tradicionalmente se han alojado, muy bien argumentadas,
todas esas idiosincrasias más propias de un infante que de un ser adulto que
obra con poder y conocimiento.
Uno de mis objetivos en la acción llamada Transmisión del
Proceso Creativo es desterrar de forma definitiva el factor casual y caprichoso
que siempre se ha atribuido a esa confluencia de aconteceres internos que hemos
dado en llamar inspiración.
La inspiración, el momento inspirado, en realidad lo es
todo. Es el momento de la verdad, del acierto pleno y ligero, de la perfección
que se manifiesta a través nuestro hagamos lo que hagamos.
Si hasta ahora se le ha atribuido ese factor accidental ha
sido porque no se ha acometido de manera definitiva el estudio de su
naturaleza, de su mecánica, de lo que precisa para hacer su aparición.
Con mi intervención en el TPC, y basándome en mi intuición y
experiencia, me propongo avanzar en este sentido, estableciendo para empezar lo
que he detectado como los obstáculos que impiden el permanente fluir de la
inspiración.
Porque ¿qué es la inspiración? La inspiración es conexión,
es el momento en el que nos es posible contemplar un flujo de información
profunda que transcurre continuamente en nuestro interior.
Ese flujo se da de continuo en el sueño y en la vigilia, y
es el momento excepcional en que lo experimentamos sin obstáculos a lo que
llamamos inspiración. El artista corre a consignar eso que ve en forma de obra.
Todos los demás seres humanos lo aplican en su tarea o en su contemplación,
experimentando un maravilloso sentimiento de plenitud y certeza.
Me propongo mostrar que ese momento excepcional es, en
realidad, nuestro estado natural, el estado al que estamos llamados a llevar a
cabo nuestra existencia.
En este sentido, el testimonio de un artista es muy valioso
por la simple razón de que, para él, estar o no inspirado es un factor de una
relevancia absoluta que se traduce en llevar a cabo con acierto, de una manera
patente, su obra. El artista tiene mucho más presente que cualquier otro ser
humano su dependencia de la inspiración, aunque, en realidad, sea ésta una
dependencia común a todos.
He detectado que en ese proceso, o tránsito, que vive una
idea hasta aflorar a la superficie aparecen una serie de obstáculos que la
desvirtúan haciéndola incluso naufragar a medio camino.
Es precisamente en no haber hecho el suficiente caso a estos
obstáculos donde radica el carácter caprichoso que siempre se ha atribuido a la
inspiración, porque el libre fluir de la inspiración pasa ineludiblemente por
llevar a cabo una labor interna de perfeccionamiento que elimine los factores
erosionantes en el camino de la idea.
El artista hasta hoy, paradójicamente, ha entendido como
necesarias sus idiosincrasias cuando, en realidad, son todo lo contrario. Ha
concebido como parte de su carácter artístico manías que se concede a la
ligera, cuando son estas manías precisamente las que siempre han puesto en
peligro su trabajo y su función.
El gran arte posee en sí un mensaje subyacente que acaso es
el que lo inmortaliza a través de las edades: el momento que ha vivido el que
lo ha hecho es un momento que resulta en cierto modo familiar para todos los
demás. Es un momento que reside en el interior de todos.
Con mi participación en TPC me propongo hacer honor a ese
deslumbrante mensaje.
Jordi Díez, escultor diletante. Centelles, Barcelona.30/10/2012